Los que asumimos una tesitura independiente de las ideologías, los partidos políticos y ciertas banderías, a mendo tenemos dificultades por no ser registrados en el pensamiento binario, pues generamos un problema de taxonomía a los comisarios del pensamiento, tal vez porque no sepan cómo etiquetarnos o qué categoría endilgarnos, aunque algún epíteto siempre nos adjudican: “indiferente”, “no comprometido”, “inclasificable”, “egoísta”, “tibio”, entre otros calificativos. En verdad, no es que uno viva en una “torre de marfil”, aislado e indiferente de los problemas sociales o ausente de la realidad circundante. Por el contrario, uno es muy consciente de los problemas, conflictos y dilemas existenciales que se viven en nuestros días, así como del caos y de la inversión de valores que insolentemente nos imponen con el viejo lema de Margaret Thatcher: “There is not alternative”, cuando en realidad, existe alternativa.

Hoy más que nunca necesitamos fomentar el pensamiento crítico en la sociedad, estimular a que el ciudadano de a pie observe con objetividad, reflexione, y exprese sus opiniones libremente pero con responsabilidad, en un medio que cada vez tolera menos al que no está de acuerdo. En efecto, la consigna “prohibido prohibir”, a veces nos induce a pensar lo contrario: está prohibido disentir o criticar. Pues bien, el poder no tolera la disidencia y la falta de homogeneidad, ya que ve a la población como una masa carente de forma o estructura, que puede ser fácilmente manipulada con su relato.

Está claro que el individuo cuando abandona su individualidad para incorporarse a la masa, actúa de manera diferente, ya sea espontáneamente o irracionalmente. Y cuando emergen voces que el poder considera disonantes para sus intereses y propósitos, las aplaca sin tapujos, logrando el silencio por medio del temor, la censura u otros métodos. Con el silencio se pretende ocultar la verdad, camuflar los conflictos, perpetuar las flagrantes injusticias. Los slogans: “las mayorías silenciosas” o “la calma de la calle”, son una trampa, pues, estas situaciones suelen preceder a las tormentas sociales.

El intelectual a menudo es una incomodidad para el poder, también para la gente cuando le señala sus defectos, de allí que si el intelectual decide incursionar en la política, es habitual que no tenga éxito. Decirle al público la verdad no es gratuito. George Orwell sostenía que, “Libertad de expresión es decir lo que la gente no quiere oír”. Y la misión del intelectual es despertar conciencias, motivar a la gente a pensar en profundidad sobre los aspectos difíciles y complicados que tiene una sociedad, procurando el bien común. De todas maneras, los tiempos que corren exigen que se reinvente, y que la democracia logre superar el tremendo enredo que la deteriora, incluyendo la salud de la república.

El presidente de un país no es un monarca, tampoco el CEO de una megaempresa. En una sociedad democrática la libertad y la igualdad son conceptos fundamentales, y la igualdad conecta con el Estado de bienestar, que fue creado después de la Segunda Guerra Mundial, justamente para salvar al capitalismo. Recordemos que Keynes, tan combatido por el neoliberalismo, nunca fue socialista ni comunista, defendió el sistema capitalista. Y la democracia no se concibe sin la participación activa de los ciudadanos, que legitima la protesta y la lucha por la ampliación de derechos. En cuanto al sistema republicano, se impone la división de poderes stricto sensu y el imperio de la Ley. De lo contrario desde el poder se construye una farsa…

Es evidente que todo esto va más allá de las teorías en las que se sustenta la existencia del Estado y la sociedad. Como ser, el inglés Thomas Hobbes (1588-1679) concibió el Estado moderno como un Leviatán (aquel monstruo marino bíblico que despide fuego): el ser humano es egoísta y violento por naturaleza (Leviatán,1651), y al dejarlo a su libre albedrio se convierte en “el lobo del hombre”, por consiguiente es necesario establecer normas rigurosas y penalidades al que las transgreda, para beneficio de la especie y, así se constituye la Ley y el Estado en la modernidad, entonces surge el pacto entre todos los seres humanos que acuerdan subordinarse a un soberano que garantice el bien común. Sin embargo, el suizo francófono Jean-Jacques Rousseau (1712-1778), pensaba diferente: el ser humano es naturalmente bueno y la sociedad lo corrompe, consecuencia de la apetencia por el dinero y el poder que lo torna egoísta y violento, para disimularlo se genera el pacto social (El Contrato social, 1762), que se basaría en la hipocresía y la apariencia. Los dos autores tienen miradas encontradas sobre la naturaleza humana, la sociedad y su gobierno, aunque coinciden en el instinto de autopreservación, ese impulso que permite sobrevivir, y en el predominio de las pasiones. En fin, una disyuntiva extendida a través de los siglos.

Lo curioso es que estos autores que vivieron en otras épocas, vuelven a ser considerados en la discusión contemporánea. En realidad, ni el hombre es taxativamente el lobo del hombre, ni el ser humano es una criatura buena e inocente que termina siendo corrompida por la sociedad. Pienso que debemos evitar el reduccionismo. De todas maneras, hoy nos debatimos entre el Leviatán, el algoritmo y la incertidumbre, lo que en gran medida explica el mal humor social que ya está globalizado. En efecto, el mundo impresiona estar regido por intereses cada vez más mezquinos, al extremo que impresionaría estar obstinado en su autodestrucción. Y el estado de cosas se ha convertido en estado de incertidumbre.

No hay duda que el mundo que conocimos hasta hace muy poco, está desapareciendo velozmente, en medio de una triste atmósfera de confusión, donde los principales dirigentes del planeta son responsables por desinteresarse de los problemas que aquejan a la humanidad, seguramente activados por sus patéticas pasiones enfermizas, cuyas consecuencias son trágicas.

Hoy por hoy es menester dar cabida a aquellos que tienen la capacidad de abordar los conflictos desde otra perspectiva, de manera independiente, generando nuevas ideas que permitan tomar decisiones basadas en hechos y análisis sensatos, pero claro, esto no resulta posible desde la sujeción al ideario reaccionario, el pensamiento único, ni las religiones políticas. Tampoco es asunto de conformarse con la opinión pública, que es lo más parecido a una veleta. Como decía Virginia Woolf: “No hay barrera, ni cerradura que puedas imponer a la libertad de mi mente”.