El presente artículo complementa el opúsculo que apareció al cumplir mis 30 años de médico: “Metamedicina” (editado por Junta de Educación Médica para América Latina, 2003), con prólogo de mi amigo y colega José Alberto Mainetti, y testimonios de discípulos de los distintos hospitales donde tuve jefaturas (después vinieron otras instituciones y otros discipulados médicos), pero también es complemento de artículos anteriores de este Blog (vigente desde 2013): “Bodas de Oro con la Medicina” (14/IV/2023); “La jubilación en un médico de hospital” (15/IV/2023); “Las andanzas de un outsider en la Bioética” (04/X/2021), entre otros escritos.
La medicina tiene la particularidad de ser una disciplina muy absorbente, al extremo de atraparlo a uno y no soltarlo. En efecto, despierta nuestro interés, retiene nuestra atención, y resulta muy demandante. Por eso, cuando tenemos vocación y ejercemos la profesión con plena conciencia, se convierte en una tarea de tiempo completo, que puede llegar a competir con nuestra vida familiar y, en ocasiones termina generando conflictos. En fin, yo la he vivido con integridad.
Como toda profesión, tiene sus luces y sombras, sus grandezas y miserias, de allí que las generalizaciones sean totalmente injustas. Lo cierto es que cada ser humano, posee una relación personal con la profesión que ejerce, por eso las miradas sobre ella difieren con los individuos, más allá que éstos puedan unirse en torno a temas comunes, respetando las diferencias, en otras palabras, alcanzar la unión en la diversidad no significa caer en el “pensamiento único”. Por otra parte, sigo viviendo la profesión en su doble vertiente: la asistencial y la docente.
Con relación a los pacientes, nunca se termina el aprendizaje. Al respecto, he aprendido de ellos muchas cosas, comenzando por escuchar al otro, algo fundamental para procurar entender lo que le pasa al ser humano enfermo, y en determinadas situaciones, ponerse en su lugar (la empatía como clave) e intentar comprenderlo. A propósito, si algo tengo claro es que el médico no es el juez de sus pacientes.
En lo atañente al quehacer como formador de médicos, tampoco uno nunca termina de aprender. Me gusta desempeñarme tanto en el pregrado como en el postgrado, lo disfruto, y lo vengo haciendo desde hace décadas, pero me ha generado algunas críticas por tocar simultáneamente ambas cuerdas y no decidirme por una. En efecto, hay quienes piensan que el docente dedicado a los alumnos del ciclo clínico al incursionar con los médicos residentes les ofrece un enfoque muy básico, y viceversa, si su expertise es el postgrado, puede ser muy complicado para los estudiantes. Pues bien, tengo meridiana claridad sobre lo que precisa uno y otro sector educativo. Sé de los conocimientos, habilidades y actitudes que cada uno requiere así como la metodología apropiada que se articula con estas competencias. Desde ya que esto exige ductilidad docente, más allá de vocación pedagógica. Tengo escrita no poca bibliografía al respecto, incluso en inglés. Para mí, esta doble vertiente, asistencial y formadora, fue, ha sido y es una suerte de misión, sin caer en el misticismo, pues, yo me refiero a la misión en el sentido de razón de existencia.
La experiencia me ha enseñado a separar la paja del trigo, a no confundir la tarea profesional, sobre todo en algunas de las instituciones donde me desempeñé como jefe o profesor, con aquellos colegas que ejercen funciones directivas y denigran desvergonzadamente las instituciones que representan. En verdad, lo institucional a menudo estuvo fuertemente marcado por los celos profesionales, y a mí solo me interesaba cumplir con la tarea, hacer las cosas bien, sin entrar en las intrigas y las roscas de poder ni tampoco dejarme salpicar por el lodo. Es cierto que nunca me llevé bien con la corrupción, que en nuestro país es estructural, presente en el Estado y en lo privado. A ello hay que sumarle las habladurías propagadas por el radiopasillo del hospital y que provienen de arriba, como ser, que al nuevo jefe que había ganado el concurso se le estaban investigando los antecedentes académicos del exterior, porque resultaban imposibles de creer, en vez de solicitar las certificaciones debidamente legalizadas, o una vez comprobadas manifestar que en la Universidad Complutense de Madrid regalaban títulos… También sé lo que significa que en una institución que ingresé por concurso, ejercí la jefatura de servicio por casi 18 años y llegué a prestigiarla, una nueva corruptela me despidiera por “razones de reorganización”, y que al buscar mis pertenencias me acompañara el servicio de seguridad, o que en otra institución, luego de más de 8 años como jefe de departamento, me cambiaran la cerradura de mi despacho por la cobardía de no dar la cara.
Recuerdo que a poco de asumir como jefe de departamento en un hospital de colectividad (el abuelo de mi mujer contribuyó como otros paisanos con dinero para su fundación), organicé las primeras jornadas científicas e invité a insignes figuras, incluso pude conversar en varias oportunidades con Domingo Liotta. Luego, considerando lo que allí se había expuesto (en CABA solo había dos o tres unidades de stroke que funcionaban con dificultades), convencí al jefe de neurología para que en un espacio vacío de mi servicio armara una “unidad de stroke”, el director entusiasmado me dijo que pensaba en la facturación que arrojaría (mi interés era rescatar a los pacientes con ACV), pero reunió en consulta a todas los jefes. Mientras tanto nosotros pensábamos en las donaciones para comprar equipos, el área estaría a cargo del jefe de neurología, y contaría con la colaboración de mis residentes. En el comité, estos jefes, de los otros servicios, expusieron todo tipo de inconvenientes y se fueron triunfantes por haber abortado el proyecto… Tengo para contar varias historias miserables como ésta.
Como no suelo pelearme con la verdad, siempre fui de frente y di la cara. Y podría seguir con esta retahíla de actos arteros, que incluyeron difamaciones, intentos de sumarios armados o de relacionarme con juicios de mala praxis a otros colegas donde yo no tenía nada que ver, pero soy creyente, y afortunadamente nada de esto logró prosperar, por eso pude seguir adelante renaciendo de entre las cenizas o también como las aves que vuelan muy cerca del barro sin ser salpicadas.
Las palabras y los hechos están muy entrelazados. La palabra como herramienta humana de comunicación debería estar al servicio del bien, utilizada con prudencia, para contener, alentar, consolar, edificar e incluso curar. La palabra “dignidad” es muy discutida, al extremo que no falta quien piensa que es un escollo discursivo, que convendría excluirla, porque como cualidad entorpecería el debate moral, además mucha gente no tiene claro qué significa, a pesar de que la invoca hasta el cansancio. Confieso que no es mi caso, privilegié mi dignidad aun cuando todos me dieron la espalda, porque a pesar de que perdí nunca me doblegué ante la corrupción, jamás estuve dispuesto a venderme, en consecuencia muchas veces me quedé sólo, sentía que no podía vivir traicionándome. En efecto, la mayor traición es la que se consuma contra uno mismo. Por eso, estimo que lo último que se pierde en la vida es el respeto a sí mismo. Recuerdo a un querido amigo y colega, ya desaparecido, que su padre le decía que era preferible morir antes que perder la dignidad… Y él se fue sin perderla, me consta. Sé que algunos dirán que el romanticismo es cosa del pasado, que uno está fuera de época, que los tiempos exigen adecuarse y ser pragmático, porque en última instancia solo se trata de vivir bien, haciendo a un lado la hojarasca y todo aquello que impide el éxito… Soy respetuoso de las opiniones que disienten con mi visión de la profesión que amo, sin embargo no tengo dudas que muchos no tienen la más remota idea de lo que significa la “conciencia moral”.
Hace poco, en un homenaje póstumo en la AMA a mi amigo y colega Florentino Sanguinetti, dije que en nuestras conversaciones, yo coincidía con él en la necesidad de tener claridad conceptual a la hora de la toma de decisiones, y consideraba que no solo es un atributo intelectual sino una cualidad moral. De la misma manera, pienso que ejercer la medicina asistencial, exige una actualización permanente para evitar caer en el error médico, lo que constituye un imperativo ético.
La realidad de nuestros días nos sumerge en un mundo vertiginoso (la tecnología y la ciencia tomaron rauda velocidad), y frente a esta situación contextual que alimenta la incertidumbre, deberíamos anteponer la paciencia y la persistencia. Los seres humanos además de ser impredecibles, estamos llenos de prejuicios, sin embargo lo importante es tener consciencia de los mismos para poder controlarlos y que no se nos impongan. No somos ángeles, todo ser humano tiene su lado oscuro, pero hay que saber qué hacer… La medicina primero fue mágica, después sacerdotal, luego científica y ahora también tecnológica. Y de esa sucesión histórica, quedan leños encendidos. Como ser, el pensamiento mágico continúa presente, resulta imposible desterrarlo. De la misma manera, por más racional que uno sea, no puede desechar lo emocional, que llega a ser más fuerte.
Un tema ineludible es el de la inteligencia artificial generativa (IAG), que más que representar el futuro ya es el presente. El año pasado expuse en el Foro Francolatinoamericano de Bioética, en Montevideo, organizado desde la UNESCO de París, sobre su relación con la docencia y también la asistencia. No hay duda que es una herramienta de gran utilidad si se la sabe utilizar, pero sus acérrimos defensores no tienen esta visión, con la excusa de que ésta no duerme, no se enferma, no se distrae, apuntan a reemplazar el trabajo humano (previo lavado de cerebro), en otras palabras, que al paciente lo atienda un robot y que al alumno le enseñe una máquina, lo que demuestra una vez más que el mercado carece de “conciencia de límite”. Por otra parte, estas herramientas deterioran nuestras habilidades cognitivas, incluyendo la creatividad y la innovación. Estudios serios revelan que los usuarios intensivos tienen una baja en el pensamiento crítico y, muchos jóvenes profesionales son dependientes, confían más en la IA y cada vez utilizan menos su propio cerebro.
Otro tema ambiguo y que sin duda genera equívocos, es la relación entre lo académico y lo mediático. En efecto, el público suele creer que el médico que asiduamente aparece en los medios es un profesional de reconocido prestigio, cuando a menudo no goza de mayor consideración académica por carecer de una trayectoria meritoria. En la pandemia escuchamos muchos disparates que dijeron colegas mediáticos a una sociedad adicta al espectáculo. A fines de los años 70 conocí en el Ilustre Colegio Oficial de Médicos de Madrid (donde yo estaba matriculado) a Florencio Escardó, un maestro de la pediatría, a su vez un destacado escritor e intelectual que frecuentaba los medios, y que tenía no pocos enemigos en la profesión, pero era un hombre brillante, de talento indiscutible, lo comprobé en los tres días que lo escuche y pude conversar con él, tal vez Escardó era una excepción a la regla…
En fin, estoy convencido que el arte más difícil de cultivar en la vida es el arte de ser humano, que radica en la nobleza del espíritu. Y no se concibe un médico que no tenga una auténtica sensibilidad humanitaria. No es fácil navegar en las procelosas aguas de la asistencia médica. Como muchas veces he dicho, la fórmula es ser un buen médico, pero también un médico bueno.