A mis amados nietos Joaquín e Isabel, nacidos en 2015 y 2019 respectivamente, con la íntima esperanza de que ellos y su generación puedan ver en la Argentina el cambio que yo seguramente jamás veré.
Echar sal en la herida significa figuradamente ahondar en la desgracia de alguien y, no creo que esto ayude a sanar las heridas del alma, por el contrario. Lo reafirma Francis Scott Fitzgerald en una de sus novelas, cuando dice que con sal las heridas no cicatrizan y que en la vida de un ser humano hay heridas abiertas. En efecto, cuando entre nosotros tenemos discordias o desacuerdos que son penetrantes se establece lo que vulgarmente se llama “grieta”, una palabra muy de moda, pero que nos remite a viejos males. En la cultura, en la política, en la sociedad y en otros ámbitos de la vida la grieta siempre existió, quizás en todas partes, aunque no puedo afirmarlo.
Consideremos el caso de la primera potencia, los Estados Unidos. Recuerdo que en el 2005 estaba en París participando de un congreso europeo de mi especialidad y se vivía en el país que inventó la marca más exitosa del mundo: Hollywood, la devastación del Huracán Katrina. Cuando bajaba al desayunador del hotel, para luego ir al congreso, miraba en la televisión francesa las imágenes del desgraciado fenómeno. Los medios franceses eran generosos con el espacio televisivo que le dedicaban. Hoy me parece legítimo preguntarse qué pasó con el “sueño americano” que ha dado paso a los terribles daños del Huracán Katrina, las hipotecas subprimes que detonaron la crisis financiera y económica del 2008, los casi 50 millones de pobres que viven en el país más rico del mundo, el movimiento de los indignados que reclama por derechos fundamentales, las fracasadas invasiones a Afganistán e Irak, el espionaje a los países aliados, entre otros numerosos hechos inocultables.
La fantasía de pretender ser el centro del mundo siempre estuvo muy arraigada en los pueblos que se lanzaron a la conquista de otras naciones armas en mano, quizá los estadounidenses no se hayan dado cuenta o no quieran aceptar que el mundo hoy está más descentralizado que nunca. ¡Y qué decir de lo que está sucediendo con la pandemia del coronavirus y de un presidente mitómano e irresponsable! El año pasado estuvimos en Manhattan y al ver por TV las imágenes actuales parece una ficción, una producción genuinamente hollywoodense.
Cuando apareció el primer caso de coronavirus Trump habría dicho: “Lo tenemos controlado,…no va a pasar nada”. Días después sostuvo que: “Es un problema muy pequeño”. El 24 de febrero comentó: “El coronavirus está prácticamente controlado ¡Yo creo que la Bolsa va bien!” Y la Bolsa, ese maléfico casino, temblaba por la expansión del virus. El 6 de marzo afirmaba: “Tenemos un plan perfectamente coordinado y afinado en la Casa Blanca para atacar el coronavirus” Y luego añadía: ”Los medios de la fake news están haciendo todo lo posible para dejarnos mal ¡Triste!” El 17 de marzo reconocía que siempre había sabido que era una pandemia (…) A principios de este mes el portavoz de salud del gobierno federal comparó la crisis con el ataque japonés a Pearl Harb en 1941 y con los atentados del 11 de septiembre de 2001. Qué tendrán que ver en verdad esos sucesos con el virus que se ha ensañado con todo el planeta, aunque esas comparaciones pueden abrirle la puerta a las teorías conspirativas en búsqueda de un culpable: ¿el virus chino? Los populismos manejan muy bien la dialéctica del relato. Estados Unidos no tiene amigos, sólo tiene negocios (business are business), pero en este caso podría apelar a la dinámica: amigo-enemigo (friend-enemy). Pero la realidad de ayer fue de más de 2.000 muertes por el Covid-19.
Lo que cuesta aceptar es que a pesar de sus tremendos desaciertos mantiene el apoyo incondicional del partido republicano (eterno rival de los demócratas con quienes existe una grieta), y también de una amplia masa del electorado que no le importa que mienta, porque en última instancia él es funcional al pensamiento de esa masa…
En el caso específico de la Argentina, la grieta existe desde antes que el país adoptase el nombre de Argentina, bástenos con hurgar en su historia. La crisis fue, ha sido y es crónica, al punto que ya nos hemos acostumbrado a ella y la consideremos un hecho normal. Algunos optimistas piensan que una vez que esta pandemia pase, así como cambiará el mundo cambiaremos nosotros. Tengo mis serias dudas. A propósito, quiero reproducir la nota posliminar de un trabajo mío: “Los argentinos nos hemos acostumbrado a vivir en un país cuya fuerte tendencia autoritaria termina por frustrar nuestros proyectos de vida y hasta nos roba la esperanza. Tuvimos que tolerar y seguimos tolerando, mansamente, las consecuencias de acciones non sanctas de muchos funcionarios públicos, gobernantes de turno y sus socios del mercado. Así debimos soportar durante el Siglo XX once golpes de Estado militares y no sé cuántas asonadas, y conocimos los efectos desbastadores del terrorismo y también del fascismo, éste último con su devoción por un Estado que avasalla las libertades individuales y desprecia la dignidad humana, con sus ceremonias y sus códigos, con el uso de la fuerza para imponer el orden y, el infaltable culto al jefe.
Hemos iniciado el tercer milenio protegiendo los intereses económicos de los usureros internacionales y de sus socios locales, quienes alegremente participan del saqueo, mientras se consolida la pobreza, la inseguridad, el retroceso cultural, llegando a desentendernos de los derechos fundamentales que exigen ser protegidos. Siempre quisimos ser los primeros, y finalmente lo logramos, somos el mayor escándalo del momento.
Vivimos en una Argentina de los efectos que aguarda con paciencia y a veces con desesperanza una historia de las causas. Una Argentina que en su pasado se entremezclan la disociación, la ambivalencia y la tragedia, y que muchos miran con cinismo, como una manera de clausurar la posibilidad de cualquier investigación o crítica. Nuestro presente está dominado por una atmósfera de engaño, falta de solidaridad, abusos y estupidez, donde las intrigas, las rivalidades y los chismes son el deporte favorito, más popular que el fútbol. Aquí el olvido se convirtió en virtud y la democracia no pasa de ser un hecho cosmético. El amiguismo es el método, y la frivolidad, la impunidad, la ostentación compulsiva y el dinero se viven como fines.
La historia nos tendría que haber enseñado, como le ha enseñado patéticamente a otros pueblos, que el poder se perpetúa bajo la máscara de distintos regímenes y, sus caminos secretos están muy lejos de la vida del hombre común, acostumbrado a festejar la llegada de un nuevo gobierno y también acostumbrado a desilusionarse al poco tiempo, sin advertir que la resistencia, es, el único camino que puede cambiarlo todo.
Hoy por hoy daría la impresión que no nos queda más remedio que seguir creyendo en la política, pero no en esta clase política en la que hemos descubierto su doble discurso, sus conflictos de intereses y otras lacras. Creo que sería importante que alguien escribiese la historia de cómo la Argentina perdió el Siglo XX.
Para los que seguimos creyendo en la existencia de valores superiores e inmutables, valores que superan la prueba del tiempo, es muy difícil tener que aceptar que la verdad y la justicia en una sociedad como la nuestra no alcanzan para llevar una vida digna. En realidad, creo que los argentinos hemos cometido muchos errores, quizá demasiados, y seguramente cometeremos muchos más, pero no por ello debemos enmudecer y convertirnos en cómplices del silencio”.
(De mi opúsculo La Espera de la Esperanza, 20 de abril de 2002, presentado en la Sala Cortázar de la Biblioteca Nacional).